Ninguno de los dos iba a admitir nunca lo que ocurría en su
interior cuando aquellos ojos se encontraban, las sonrisas, el fruncir el ceño…
Todo aquello era por algo, era una mera manera de conseguir seducir al
oponente.
Y al final siempre terminaban
cuerpo a cuerpo, la fuerza psíquica y la fuerza física, el poder del
deseo que inoculaba la pequeña y dura titánide en su oponente que
siempre la dejaría jadeando. Cansada y satisfecha.
El titán, fuerte y frágil ante
aquella mirada, la aplastaba con su imponente cuerpo agarrándola por el cuello
como si quisiera asfixiarla mientras ella lo miraba a los ojos con rostro
iracundo, repitiendose a sí misma que esa guerra tenía que ganarla. O
empatarla. Tenía que ser una guerra en la que, aunque ella fuese sometida, no
se sintiese humillada. Era entonces, cuando con un impulso de sus caderas,
conseguía estar sobre aquel titán de musculos ejercitados, desgarrandole la
piel con las uñas, y él a dentelladas contra su pecho amazónico.
Y piel contra piel el sudor se mezclaba, la tierra del campo se
pegaba a sus cuerpos pero no importaba, seguían luchando. Ella gritaba y él
tornaba los ojos en blanco; la batalla había terminado, pero no la guerra. Entonces
mientras la titánide recobraba fuerzas tumbada en la tierra el titán se
alejaba, hasta la próxima lucha.